Comentario
La novel dinastía implantó a lo largo del siglo un nuevo régimen territorial. Tres fueron los procesos destinados a otorgar uniformidad al mapa político y burocrático español: la promulgación de los Decretos de Nueva Planta en los reinos de la Corona de Aragón, la constitución de una nueva administración territorial y la reforma de los poderes locales.
La Guerra de Sucesión brindó una magnífica oportunidad para homogeneizar la organización político-administrativa de la monarquía eliminando los particularismos históricos. Los ilustrados en general eran poco partidarios de la diferencia y la individualidad y en cambio decididos defensores de la homogenidad y la universalidad: el Estado debía aplicar a todos las mismas leyes sin distingos justificados por la historia. El instrumento elegido para conseguir estos fines fue la promulgación sucesiva de los conocidos Decretos de Nueva Planta. A medida que fueron cayendo los antiguos reinos de la Corona de Aragón en manos de la nueva dinastía, sus fueros quedaron anulados en beneficio de un organigrama mixto de inspiración castellana y francesa. Valencia y Aragón en 1707, Mallorca en 1715 y Cataluña en 1716 perdieron sus foralidades históricas y con ellas sus prerrogativas políticas y judiciales, al tiempo que se intentó acabar también con sus diferencias lingüísticas y culturales. En cambio, el País Vasco y Navarra, dada su fidelidad a la causa borbónica, lograron salvar sus respectivos fueros.
La consecuencia principal de estas medidas fue la ruptura de la tradicional configuración agregativa de reinos de la monarquía hispana, sustituida a partir de entonces por un orden político establecido desde arriba con carácter universal y unívoco para todo el territorio. Los decretos borraban de un plumazo siglos de historia. Un hecho coyuntural, la apuesta mayoritaria de los reinos forales aragoneses por el archiduque Carlos, había permitido poner en práctica algo que venía cuajándose desde hacía mucho tiempo dentro y fuera de la Península: el uniformismo absolutista. Y esta nueva fórmula iba a mejorar el funcionamiento práctico de la vida administrativa española pero no terminaría por zanjar definitivamente el rescoldo dejado por las viejas prerrogativas forales.
El cambio de planta política de España se hizo también notar en lo referente a su administración territorial. A la llegada de los Borbones, el país estaba constituido por un abigarrado mundo de jurisdicciones administrativas territoriales surgidas por razones históricas y geográficas. Los nuevos gobernantes iban a sustituir la vieja división político-administrativa por otra basada en criterios de uniformidad y regularidad que obedecían a una lógica militar administrativa tendente a conseguir una división de la Península en regiones de similar población y extensión, objetivo no siempre alcanzado. Entre 1785 y 1789 se elaboró el Nomenclator de todos los pueblos de España. La nueva propuesta, culminación de años de pruebas, establecía veintidós provincias para Castilla, más los territorios de la antigua Corona de Aragón, que se dividían según los criterios decretados en la Nueva Planta. A ellos se añadían Vascongadas y Navarra y dos circunscripciones sin denominación concreta que eran Canarias y las poblaciones de Sierra Morena. La provincia quedaba a su vez subdividida en partidos que tomarían distintos nombres en diferentes lugares: corregimientos en Castilla y la antigua Corona aragonesa, merindades en Vizcaya y Navarra, alcaldías mayores en Guipúzcoa y hermandades en Alava.
Asimismo, surgieron durante el siglo nuevas figuras políticas destinadas a gobernar la geografía peninsular en nombre de las autoridades centrales. Aunque la tradición castellana y la influencia francesa fueron notorias en las nuevas instituciones, es bien cierto también que acabaron configurando un sistema hispano propio y específico basado en tres grandes pilares: los capitanes generales, los intendentes y los corregidores. Los primeros, sustitutos en los reinos forales de los antiguos virreyes, constituyeron el vértice del poder político y militar territorial durante toda la centuria. Diez fueron las capitanías creadas: Santa Cruz de Tenerife, Sevilla, Málaga, Badajoz, Zamora, La Coruña, Asturias, Palma de Mallorca, Valencia, Barcelona y Zaragoza. Únicamente Navarra mantuvo la figura del virrey, mientras que en Guipúzcoa era la propia Diputación la que asumía dichas funciones y en Vizcaya un corregidor de nombramiento real. El objetivo era conseguir la triple misión de la representación real, el gobierno político y la prevención del orden público o la defensa nacional. De hecho, solamente el rey se situaba por encima de las atribuciones del capitán general en el marco de su jurisdicción.
Pero no bastaba con el control político y militar. Los planes de actuación de los reformistas de signo regalista e ilustrado precisaban un instrumento de ágil burocracia y gran flexibilidad política que se encargara de lo que podríamos denominar el fomento. La figura del intendente, de gran tradición en la administración francesa, vino a desempeñar esta labor de promoción de la vida económica y social de las poblaciones que quedaban en su jurisdicción. Hombres de confianza de los gobernantes, reconocidos regalistas, altamente imbuidos de la precisa regeneración nacional, los intendentes formaron el verdadero brazo ejecutor de la reforma ilustrada durante toda la centuria desde que Felipe V los implantara al principio de su reinado. Por conflictos de competencias con capitanes generales, audiencias y corregidores sus atribuciones a menudo fueron seriamente alteradas. De cualquier modo, los intendentes resultaron una fiel correa de transmisión de los propósitos regeneracionistas de los gobiernos, puesto que cumplían una constante labor de información acerca del estado socioeconómico de las provincias al tiempo que impulsaban los planes gubernamentales en ellas.
Quizá la figura que salió peor parada del ascenso de estos nuevos cargos fue la del corregidor, cuyas competencias se vieron seriamente invadidas, funcional y geográficamente. Sin embargo, no debe olvidarse que la fórmula castellana de los corregidores pasó durante el siglo por dos grandes etapas. En una primera fase se produjo una expansión de esta institución al ser adoptada por las autoridades felipistas como instrumento de actuación en los reinos aragoneses, con una discusión interesante en el Consejo de Castilla acerca de la conveniencia de adecuar sus funciones al marco catalán. Las múltiples actividades de los corregidores en el ámbito de la representación regia ocasionaron un enfrentamiento jurisdiccional con los intendentes. Dicha pugna cesó en parte cuando entre 1783 y 1788 empezó a desarrollarse una segunda fase en la vida de esta figura. A sugerencia de Campomanes, los corregidores quedaron definitivamente consolidados como funcionarios con atribuciones de policía y justicia pero carentes de responsabilidades políticas, que pasaban a manos de los intendentes.
También el régimen municipal experimentó un significativo cambio. Si durante los siglos anteriores las ciudades y sus instancias representativas habían sido contrapesos del poder real, la nueva dinastía supo convertir a los ayuntamientos en una muestra más de la afirmación de su autoridad. Frente a la vieja autonomía local, los borbones impusieron un modelo de administración municipal que cercenaba ante el gobierno central cualquier viso de autogobierno. Sin posibilidad de acudir a Cortes y con una buena parte de las antiguas atribuciones traspasadas a las nuevas figuras anteriormente analizadas, los ayuntamientos perdieron durante el siglo una buena parte de su vitalidad política. Ello limitó la actividad de las autoridades locales a la gestión del patrimonio municipal y a la regulación de algunos servicios públicos esenciales, en especial las necesidades de abastecimiento alimentario.
Además, los ayuntamientos vivieron siempre en medio de grandes dificultades económicas producto de las continuas enajenaciones reales y de la mala gestión de sus responsables, que no podían pagar los endeudamientos y tampoco aumentar una fiscalidad mal repartida so pena de alterar la paz social. A estas características cabe añadir la progresiva oligarquización y aristocratización de la vida municipal. De hecho, unos pocos súbditos, casi siempre de las mismas familias ricas y poderosas, mediante la venalidad de los cargos concejiles u otros procedimientos, acabaron por controlar la vida del consistorio y del municipio.
Esta situación comportó una doble política por parte de las autoridades borbónicas, acciones que no parecieron cambiar en mucho la vida local. Primero, se tomaron medidas para salvaguardar los propios y arbitrios de los ayuntamientos, poniendo finalmente a los intendentes como controladores de los patrimonios y finanzas municipales. Y segundo, de la mano de Campomanes, quedaron consolidadas en 1766 las nuevas figuras de procurador síndico personero y de diputado del común, que eran elegidas por los propios ciudadanos. Dos años después, una tercera institución tomaba carta de naturaleza: los alcaldes de barrio. Los diputados fueron destinados al control de los abastecimientos, los mercados públicos, el orden ciudadano y la administración de los pósitos municipales. Por su parte, los síndicos adquirieron un papel más decididamente político, siendo los representantes populares en las reuniones consistoriales, la voz del común que vehiculaba todas las reclamaciones vecinales. Finalmente, los alcaldes de barrio se convirtieron en algo así como los vecinos ejemplares encargados de la matrícula de los habitantes del barrio, el reconocimiento de los establecimientos públicos y el cumplimiento de las ordenanzas municipales que velaban por la buena urbanidad.
Los intentos de relativa democratización de la vida urbana tuvieron bastante que ver con las algaradas de 1766, alborotos que pusieron sobre alerta a las autoridades acerca de los efectos nocivos de la progresiva patrimonialización de la vida municipal por parte de las oligarquías locales. Con todo, el éxito de estos nuevos cargos populares resultó modesto y la desidia para ocupar las plazas parece que estuvo a la orden del día.